Por: John Edward López
Lo había decidido y no pensaba echarse para atrás. Se bajó del autobús y caminó las dos cuadras desde la cuarenta y dos hasta su casa, más relajado. Llevaba una bolsa de plástico negra en la mano izquierda y un libro pequeño en la otra. El clima era fresco y el cielo estrellado y sin luna. Al entrar en la casa encendió la luz, vio el desorden prehistórico de la casa y escuchó el teléfono repicando. Lo desconectó. Vio las facturas amontonadas en la mesita. Agarró uno de los recibos, colocó la bolsa y el libro sobre el resto de recibos en la mesa y le dio una ojeada al de la energía eléctrica. Se fijó en todos los detalles. Precio de kilovatio hora y número de kilovatios consumidos. Hizo el cálculo mental, arrugó el recibo y lo arrojó.
Se quitó los zapatos. Recordó mientras suspiraba. Estaba en la tarde en una librería buscando el libro de relatos que traía consigo. Hacía calor y sudaba copiosamente. Llevaba buscándolo varias semanas sin éxito, y esa tarde por fin se había encontrado con un último ejemplar en estante. Lo tomó y miró la portada; leyó los comentarios de contraportada. Una mujer madura embutida en un ceñido vestido blanco se le acercó y le pidió el favor de dejarle echar un vistazo. Le dijo que llevaba mucho tiempo buscándolo y le regaló una sonrisa que a él le pareció magnífica. Le pasó el libro sin pronunciar palabra y se quedó mirándola casi con estupor. El culo envuelto en blanco era casi sobrenatural. Vio las tenues arrugas en su rostro; le fascinaron, le pareció que le daban un ligero aire de atractiva madurez. Ella dijo algo acerca de la ilustración del libro pero él no le puso atención. Recuerda que cuando se lo devolvió dijo: Debe ser el mejor, ¿no? Me he leído todos sus libros, pero este jamás lo había encontrado –añadió mientras le regalaba otra sonrisa– hasta ahora. Él también sonrió. Ella continuó: Me gusta que haga de lo cotidiano algo casi terrorífico, que nos mantenga siempre expectantes, así nos hable —tan sólo— de un objeto gastado, como una mesa sucia o una copa rota. El asintió en silencio, sonrió de nuevo como un idiota. Ella ya no dijo nada más. (más…)