Por: Oscar J. Descance
Don Gonzalo Bravo de Aragón detuvo su fuga por unos segundos, miró al frente y tomó aire con fuerza. Ante él, un laberinto de hojas grandes; hacia arriba bóvedas de árboles gigantes que apenas dejaban pasar la luz. El calor y la humedad le empaparon la ropa y aceleraron su corazón. A cada paso la manigua era más espesa, estaba seguro que el indio lo seguía. Hacía rato que había dejado de verle, sin embargo, en su huida había sentido por momentos que su perseguidor le respiraba en la nuca.
Más tarde en el refugio, Don Gonzalo, articulando las palabras que pudo, narró lo más aterrador de la fuga:
– ¡Sólo quería matarme! ¡En sus ojos ardía el fuego! ¡Su cuchillo de pedernal destilaba la sangre de Joaquín y José! … no lo vieron llegar. ¡Aunque quería matarme sólo a mí!
A través del traductor, los españoles averiguaron que se hacía llamar Guaira, “el viento”. También que su tribu habitaba cerca al río grande. El perseguido evocó imágenes aún frescas en su memoria: algunos días atrás, cerca de la desembocadura de la quebrada en el gran río, un grupo de avanzada había arrasado un pequeño poblado indígena. Después de degollar a los hombres, habían violado a las mujeres; quemaron las chozas y se aseguraron de que la muerte caminara por varias plazas. Guaira no sólo sobrevivió, sino que vio todo.