Por Santiago Luna
Monseñor era un gran ateo. En su niñez varias circunstancias le ayudaron a descubrir las ventajas del sacerdocio.
Mientras sostenía en su mano izquierda la copa de vino, Monseñor Tomas Cipriano Duarte, jugaba con su hermoso anillo. Siempre que lo hacía la solución a sus problemas resultaba milagrosamente.
Recordaba perfectamente sus épocas de monaguillo en la parroquia del pueblo, que le enseñaron durante agotadores días que la fe solo es un negocio. Mucho tuvo que padecer mientras estuvo al servicio del padre García; se sofocaba en las calurosas tardes de los miércoles en las que escuchaba las tediosas letanías del grupo de oración. El joven monaguillo Duarte tenía un don especial, enredar a las personas con sus palabras; las ingenuas ancianitas fueron su presa más fácil. Al finalizar todas las reuniones, las misas o eventos, dejaba un toque de su arte.